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De cuarentenas y pruebas PCR diarias a caminar sin tapabocas: así se vive en China hoy – El Tiempo


Todos los días a la misma hora me despertaba el mismo sonido. El reloj marcaba las 5:47 de la mañana. Como si fuera un juego de azar, tres pitidos fuertes de la bocina de algún barco que pasaba por el río Zhejiang coincidían con mi intento por dormir. Llevaba casi una semana encerrado en un cuarto de un hotel, al sur de Guangzhou, en China. El calendario indicaba que era martes 16 de agosto de 2022, pleno verano. En unos 17 minutos se verían los primeros rayos del amanecer. Primero la forma redonda del sol y después destellos detrás de las nubes. En 43 minutos tocarían mi puerta para avisarme que puedo abrirla para recoger el desayuno. Y en una hora y media llegaría un hombre de traje blanco a tomarme una prueba PCR. Era una rutina que había memorizado. Un hábito al que no me acostumbré. 

(Ingrese al especial: China: viaje a las entrañas del dragón rojo)

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Hace cinco días había pisado por primera vez territorio chino. Estaba nervioso. Salí de Bogotá el día de la posesión del presidente Gustavo Petro. Tuve que hacer varios trámites antes para que me dieran la visa y el permiso para entrar al país. Una radiografía de tórax, exámenes de sangre y enfermedades de transmisión sexual, revisión de ojos y cuatro pruebas anticovid. Corrí con la suerte de que las medidas se flexibilizaron un poco una semana antes del viaje. Si no, me hubiera tocado hacerme dos pruebas más antes.

Para llegar a China desde Colombia no hay rutas directas. Siempre hay que hacer al menos una escala, que puede ser en Madrid, París, Estambul, Frankfurt o Amsterdam. Para este primer viaje opté por la ciudad turca. En total son dos vuelos que suman algo más de 24 horas. Estuve dos días. Apenas aterricé, tuve que hacerme una prueba PCR en uno de los laboratorios del aeropuerto. La siguiente me tocó horas antes del vuelo.

Lo que se vive al frente de ese módulo de laboratorio entre los pasajeros es de mucha ansiedad. “Positivo —le dice el hombre detrás del mostrador a dos jóvenes—, no pueden viajar”. Para que uno pudiera subirse al avión, debía presentar las dos pruebas impresas en la escala con un sello rojo que ponían en ese momento. Se les debía tomar una foto, junto al pasaporte, y subirlo a una página web que entregaban desde la Embajada. Una vez subidos los documentos y datos, tocaba esperar un código QR verde habilitado por menos de 24 horas para entrar a migración.

El avión estaba casi vacío. Todos usaban tapabocas, máscaras de plástico y guantes. Había tan poca gente que pude acostarme en tres sillas junto a una ventana. Los auxiliares de vuelo tomaron la temperatura dos veces. La comida estaba buena. Lo más curioso que noté y después entendí es que dieron un yogur blanco. Cuando aterrizamos en Guangzhou (o Cantón, en español), todos se pusieron de pie y se amontonaron en los pasillos. “Pasajero, David López —se escuchó en el altavoz—, fila 27A”, lo repitieron tres veces. Estaba asustado. Era el único extranjero. Pedí permiso, tomé mi maleta y me fui hasta el frente. Un hombre con un traje blanco de bioseguridad me hizo señas para que le mostrara el pasaporte. Le pregunté en inglés si había algún problema, pero no me respondió. Después me di cuenta que no hablaba otro idioma.

Con un afán inconcebible, me presionó para que pasara rápido a una sala donde debía escanear otro código QR con WeChat o Alipay, las únicas aplicaciones disponibles. Lo hice con la primera y llené mis datos. Entonces, me señaló para que lo acompañara. Nos metimos por un pasillo oscuro. Mi corazón latía rápido. Llegamos a una sala donde me tomaron dos pruebas PCR y la temperatura. Después le pusieron un código QR con mi nombre al respaldo del pasaporte.

Salimos por otro pasillo hasta Migración. Me hicieron cuatro preguntas: si conocía a alguien en China, por cuánto tiempo me iba a quedar, si tenía algún tipo de ingresos adicionales y que les mostrara la declaración de salud. Me dejaron pasar. Bajé por escaleras automáticas hasta el único lugar dispuesto para recoger maletas. El aeropuerto estaba desolado, como en una película de zombies. Había muros altos, poca gente y todo el personal, incluidos policías, vestidos con traje blanco.

Mis maletas demoraron 20 minutos en salir. Cuando las levanté, estaban mojadas. Les habían rociado alcohol. Alcancé a hablar con uno de los hombres de blanco que se nos acercó a mí y al otro sujeto que me custodió desde el comienzo.

—Está haciendo mucho calor.

—Acá es un poco húmedo y tenemos que trabajar todo el día.

—Todo está vacío acá.

—Tenemos que cuidarnos.

Solo estaba habilitada una salida. Tocaba hacer fila para pasar a un espacio de control de aforo. Estaba cercado por dos máquinas robotizadas que abrían y cerraban dos cercas metálicas y un contenedor blanco con una ventana hacia los pasajeros. Al interior, había dos sujetos de traje de bioseguridad que gritaban a través de un megáfono. Yo no entendía lo que decían. Era chino cantonés. Cuando nos habilitaron para salir, nos pidieron poner sobre la ventana el código del pasaporte y nos tomaron una foto, uno a uno. Después nos subieron a un bus que tenía rejas y plástico. El conductor también estaba de blanco. El trayecto duró más de dos horas hasta el hotel donde debía pasar diez días de cuarentena obligatoria.

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Mi primera impresión de la comida es que había sabores que nunca antes había probado. Mi cerebro aún estaba condicionado por los estereotipos que no quería soltar. “Gracias a un colega, traje café”, pienso. El cuarto tenía todo lo necesario para vivir dos semanas: garrafones de agua, una tetera eléctrica, guantes y tapabocas por doquier, y hasta jabón para ropa.

Las primeras pruebas PCR de los primeros tres días fueron en la nariz. Después, en la boca. Intenté hablar con alguno de los que me las tomaron, pero me señalaron que no. Solo me saludaron y se despidieron. Me agregaron a un grupo de WeChat y me dijeron que después del quinto día, la toma de pruebas sería al séptimo y luego al décimo.

Una vez cerró la puerta el sujeto de la prueba, a las 7:22 de la mañana, sonó el teléfono. Por mi mente pasan varias cosas: ¿me iban a mover de habitación? ¿O habré roto la cuarentena —todo estaba monitoreado con cámaras; si alguien pisaba afuera, de forma automática se reiniciaba el aislamiento—?

Ni hao (hola, en chino)”. Respondí al instante. Me dijo algo que no entendía. Le hablé en inglés pensando que era de la recepción. Pero no me contestó. Sudé de inmediato. La adrenalina pasó por mi cuerpo. “Hola, amigo, cómo estás”, dijo entre risas Pablo, un colega argentino al otro lado de la línea. Coincidimos en tiempos de llegada. No sabía que estaba en el mismo lugar haciendo cuarentena. Durante los siguientes días, teníamos al menos una llamada diaria. Sobre todo en las tardes, que eran los momentos del día donde más nos sentíamos solos. Hay 13 horas de diferencia horaria entre China y Colombia.

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Tuve que esperar un día adicional para que me dejaran salir del hotel. La noche anterior, un hombre de blanco tocó a mi puerta y tomó varias muestras con palitos del control remoto del televisor, mi maleta y mi almohada. Para esa época, había tensión en el sur de China tras la visita de la entonces presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi, a Taipéi, en Taiwán. No había vuelos diarios, sino que se habilitaban según las autorizaciones del gobierno.

Viajé a Pekín (o Beijing, en chino e inglés), la capital. Esa ciudad era una burbuja dentro de la gran burbuja. Para entrar, había que hacer una especie de migración en el aeropuerto. La terminal nacional de Guangzhou también estaba vacía. Era 21 de agosto. Llegué el único domingo de verano en el que cayó un torrencial. El aeropuerto internacional de Daxing, que tiene forma de estrella de mar y había sido inaugurado en 2019, fue donde aterricé. Había más flujo de gente, pero no tanta. 9 de cada 10 locales estaban cerrados.

Los que me recibieron me dijeron de entrada que debía hacerme una prueba PCR en la salida para que el Health Kit apareciera en verde. Ese era un programa en WeChat que tenía todos los datos de cada persona, el número de vacunas puestas y registraba los resultados de las pruebas PCR. Cada provincia tenía un programa diferente. Para entrar a cualquier lugar, había que registrarlo. Era la forma de rastrear los posibles casos de covid-19.

En las esquinas de la ciudad había carpas o contenedores cuadrados habilitados a diario para las pruebas. Funcionaba así: en un tubo de ensayo se ponían diez muestras de saliva tomadas de diez personas de la fila y se procesaban. Cada tubo tenía un código QR que era enlazado al número de identificación de cada persona. Si una de las muestras daba positivo, las otras nueve eran sospechosas, por lo que esas personas debían hacer cuarentena.

Con el paso del tiempo, me acostumbré al hecho de tomarme pruebas a diario. Para el otoño, el gobierno distrital amplió la norma y se podía hacer hasta cada 72 horas. Era obligatorio.

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—¿Por qué China le apuesta a restricciones con el ‘covid cero’, algo que ha sido criticado desde Occidente?

—Porque es lo que le funciona a China. Nosotros no buscamos que otros países nos igualen o repliquen nuestro modelo. Esto se hizo para salvaguardar a 1.400 millones de personas.

Si fuéramos un país pequeño, se podría hacer como se ha hecho en otras partes del mundo, pero acá se debe evitar el colapso del sistema hospitalario

Esa fue la respuesta puntual que me dio un funcionario de alto nivel del Partido Comunista de China en medio de un foro en Nankín (o Nanjing). Fue una charla informal. Los voceros del gobierno mantienen un vocabulario diplomático en este tipo de encuentros y muy ceñidos al eje determinado por el partido. Tienen bastante preparadas las respuestas y entienden de los contextos. Son pragmáticos y envían un claro mensaje a su sociedad.

Eso se nota cuando se habla con alguien del común. En varias ocasiones, en medio de conversaciones en las calles, le pregunté a jóvenes y adultos sobre el covid. “Tenemos que cuidarnos y esperar que todo mejore”, me dijo una señora de 63 años, de nombre Rhong en Pekín. Otro joven, en Shanghái, me lo puso de esta forma: “Si fuéramos un país pequeño, se podría hacer como se ha hecho en otras partes del mundo, pero acá se debe evitar el colapso del sistema hospitalario”. Y un hombre de 43 años, en Xiamen, me respondió: “Hay cosas con las que no estoy de acuerdo porque es poco probable que eliminen el virus por completo, pero hay que agotar los recursos para intentarlo”.

Lo cierto es que pese a las restricciones, era posible viajar. Todos debían presentar el Health Kit y otro programa que tenía una flecha que se ponía verde o amarilla o roja y daba cuenta de las ciudades en las que cada persona estuvo en un lapso de entre siete y diez días. Todo quedaba registrado.

Es por eso que cuando viajábamos con otros colegas a otras ciudades, al regreso a Pekín, que era donde vivíamos, debíamos hacer cuarentenas de entre tres a siete días y pruebas PCR diarias. A algunos amigos, por ejemplo, les tocó devolverse de urgencia de Xi’an, donde están los míticos guerreros de Terracota, porque se reportó un supuesto brote. Para ese momento, un brote podría considerarse cuando había algo más de una decena de casos, bastante contrario a lo que se vivía en Colombia o Estados Unidos. Durante el segundo semestre del 2022, hice al menos 13 cuarentenas.

Las burbujas sanitarias no solo se hacían al regresar a la capital, sino cuando se desarrollaban eventos importantes, desde congresos económicos hasta reuniones políticas. Así pasó con el XX Congreso del Partido Comunista de China, a finales de octubre del 2022. Durante diez días, varios periodistas invitados y acreditados tuvimos que hacer cuarentena en donde funcionaba el centro internacional de prensa.

Solo podíamos salir en un bus específico hacia el Gran Palacio del Pueblo, donde se hacían las sesiones y donde fue reelegido por segunda vez el presidente Xi Jinping como secretario general. En el restaurante, al estilo buffet, las mesas estaban separadas con plásticos. La entrada era con reconocimiento facial biométrico e indicaba los datos personales y el registro sanitario.

Así sucedió en la Exposición Internacional de Importaciones de China (CIIE) en Shanghái. Es el evento más grande de su tipo en el gigante asiático. Los tapabocas y las declaraciones de salud eran obligatorios. No pudimos salir del hotel en el que nos hospedamos. El argumento era para evitar contagios y cuarentenas más amplias al regreso a Pekín. Algunos colegas suspicaces decían que era porque éramos de los pocos periodistas extranjeros en el lugar y debían hacer una especie de control.

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La vida, además del covid, transcurría con cierta normalidad. Los jóvenes iban de fiesta y se saltaban los controles del código QR grabando un video de la pantalla con la prueba del día anterior. En los taxis y servicios de transporte por aplicación, algunos conductores pedían el registro, otros no. En el metro era obligatorio usar tapabocas. Sin embargo, los sitios turísticos, como la Muralla China, Ciudad Prohibida, la calle de Qianmen, entre otros, se veían con poco flujo de gente.

Para noviembre hubo protestas. En la ciudad de Urumqi, en la región de Xinjiang, se registró la muerte de diez personas que quedaron atrapadas en un incendio de un edificio. Las personas aseguraron a través de redes sociales chinas que la razón se debió a que los organismos de emergencia no podían ingresar por las restricciones por confinamientos.

Eso desató una ola de manifestaciones simbólicas en ciudades como Shanghái, donde a comienzo de año hubo un confinamiento de 80 días. Estudiantes se reunieron cerca de la calle de Wulumqi (el nombre en mandarín de Urumqi) con hojas en blanco, una muestra extraña en el statu quo del país.

Para ese momento, en Foxconn, el más grande proveedor de Apple en China, en Zhengzhou, en la provincia de Henan, los trabajadores exigieron mejores condiciones de trabajo y salarios.

(Vea: Las protestas se multiplican en China contra la política de ‘cero covid’)

El 11 de noviembre, el gobierno chino anunció una flexibilización en sus medidas de la iniciativa de ‘covid cero’: los viajeros que llegaban del extranjero debían hacer una cuarentena centralizada de cinco días y otros tres de observación en sus casas, tres días menos de lo que estaba planteado antes.

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El último día de 2022 en el que estuve en Pekín fue el viernes 2 de diciembre. Salimos en medio de una cuarentena selectiva en la ciudad. Durante las últimas semanas, varios edificios amanecían cerrados por sospechas de casos. El invierno golpeaba con temperaturas de hasta -17 grados centígrados y vientos fuertes. Mientras estaba en una videoconferencia, un profesor de la Universidad de Pekín explicó lo que pasaba:

—Los chinos no conocían el virus. Tenían miedo de las restricciones y de las vacunas, preferían creer en la medicina tradicional, sobre todo los mayores. Por eso es que el invierno disparó los casos.

La información era difusa y había miedo de un nuevo cierre generalizado en la ciudad. Varios extranjeros y diplomáticos optaron por salir del país. Los vuelos eran selectos y la frecuencia mínima. Yo salí casi evacuado hacia Frankfurt, en Alemania.

(Lea: China reabre sus fronteras y vuelve a una vida sin burbujas sanitarias por covid)

Cinco días después ocurrió lo impensable. Las autoridades sanitarias y el gobierno anunciaron la reactivación paulatina y flexibilización de medidas desde el 10 de enero. Fue un giro repentino que pocos entendían. Parecía el punto final de un apocalipsis de tres años, aunque en realidad se trataron de tres puntos suspensivos.

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Regresé a Pekín a comienzos del 2023 y todo era diferente. Solo me pidieron llenar un formulario sanitario simple a través de una página web. Ya no necesitaba ni hacer cuarentena ni tomarme pruebas PCR diarias ni ningún examen médico adicional. Sentía tranquilidad. Esa vez viajé desde Frankfurt. Un trayecto de casi la misma duración como el del año pasado, pero hacia la capital china.

En el metro había más gente y las horas pico cada vez más llenas. Los sitios turísticos estaban repletos. Había más contaminación en el aire, algo que es común para la primavera, aunque mucho más que el año pasado. Pese a las restricciones habituales de movilidad, como el pago por tránsito y pico y placa, el ambiente era denso. Ese hecho, sumado a las tormentas de arena y a la reapertura progresiva generó un pico de enfermedades respiratorias, incluido el covid-19.

(Vea: Tormenta de arena en video: así se ha vivido el impresionante fenómeno en China)

En noticias locales y occidentales se comentó el tema. Algunos pusieron en duda la reapertura, pero había sido una determinación tomada desde el gobierno. La razón adicional había sido afrontar los embates que los sectores económicos estaban teniendo. Las pruebas PCR diarias se eliminaron y los programas en WeChat se convirtieron en cosa del pasado.

Sin embargo, había quienes prefirieron seguir usando el tapabocas y algunas veces los trajes blancos de bioseguridad. “Es mejor buscar protección”, me dijo una mesera en un restaurante de Chaoyang, uno de los distritos de Pekín.

Volví a la Muralla China. Había ido otras dos veces más. Esta vez, había demasiada gente. Los olores a picante y fideos que llevaban familias en recipientes para comer en el lugar se tomaban varios espacios. Las escaleras grises empinadas tenían filas largas hacia arriba y abajo. Parecía un Viernes Santo en Monserrate, en Bogotá.

Así estaba la calle de Qianmen y el Templo del Cielo: llenos por completo. Varios lugares incluso tenían horarios con cupos no disponibles que habían sido reservados con anterioridad.

Ya no era de los pocos extranjeros que podían entrar. Las visas se fueron reactivando también. Durante el primer semestre del año, estudiantes y comerciantes pudieron obtener el permiso. Después, las compañías lograron volver a hacer los trámites para invitar a empresarios de varias partes del mundo.

(Le puede interesar: El empresario chino que impulsa chocolate colombiano en el gigante asiático)

El verano replicó una imagen que ha puesto en alerta a millones: las altas temperaturas desataron emergencias a lo largo del país. Las temporadas de vacaciones y viajes escolares volvieron a reactivar el turismo. No obstante, los retos para reactivar por completo la economía de la segunda potencia del mundo aún permanecen.

Hoy, la vida parece que volvió a la normalidad. Los estudiantes universitarios, que permanecieron largas temporadas en confinamiento, tienen más flexibilidad para moverse entre la ciudad, y los colegios, que estuvieron cerrados en algún momento, se vuelven a ver con niños.

El alto tráfico, el uso constante de bicicletas y los restaurantes, bares y discotecas llenos también dan cuenta de que el fantasma del covid se esfumó. O al menos los chinos han aprendido a convivir con él. Lo que antes era una realidad, ahora parece un mero relato de ficción.

*Esta es la primera crónica de una serie especial sobre #VivirEnChina, que usted puede ver en este enlace

DAVID ALEJANDRO LÓPEZ BERMÚDEZ

Enviado especial de EL TIEMPO

Pekín (China)

berdav@eltiempo.com

En redes: @lopez03david

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Ricardo Navarro

Navegando por la maraña de la información con la varita mágica de las palabras, soy Ricardo Navarro, un Alquimista de Contenido Web que transforma ideas en tesoros literarios. Mi paso por la IE University dotó mi pluma con la pócima del conocimiento. Como un mago de las letras, mis escritos van desde el telar de la economía mundial hasta las tierras inexploradas de la exploración, desde los circuitos de la tecnología y la innovación hasta las pasarelas de la moda y los senderos del turismo. Y cuando la tinta se apaga, me lanzo a la aventura de viajar, buscando nuevos ingredientes para mis creaciones. Cada palabra es una esencia destilada con autenticidad, tejida con el hilo de la transparencia. Únete a mí en este viaje literario donde las letras se funden como metales preciosos, creando un elixir de conocimiento y creatividad que nos guía hacia la exploración de los mundos literarios más inexplorados.

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